(Tal como os prometimos, algún día os explicaríamos el origen del mal de Mariano W. Wilkinson. Pues bieno, no sólo hemos conseguido esa explicación, sino que merced a durísimas negociaciones y un pastizal, hemos logrado que sea el propio Mariano W. Wilkinson quien nos narre, en primera persona, el origen del mal. Todo nos parece poco para nuestros amados lectores).
El origen del mal, por Mariano W. Wilkinson
Yo era un niño normal hasta que a los diez minutos de iniciada mi vida una señorita con un uniforme blanco y con una mascarilla que hacía su cara irreconocible cogió el cordón umbilical que me unía a mi mamá y ¡lo cortó! ¡Lo cortó la muy p...!
¿Por qué me hizo eso? ¿Qué le molestaba a ella mi cordón umbilical?
Desde aquel momento desarrollé un odio desaforado por todos los uniformes, las mascarillas y las personas que se visten con ellos.
Mi padre se llamaba Zebulón Wilkinson y era mormón militante. Nos abandonó a mi mamá y a mi cuando yo tenía quince días. No le gustaba mi aliento, eso dijo mi madre que dejó escrito en una nota, pero yo creo que sólo era una excusa mala.
Quizás como rechazo al abandono de mi padre, yo nunca fui muy religioso, aunque accedí a las exigencias de mi mamá de apuntarme a catequesis para hacer la primera comunión porque ella me prometió muchos regalos. Claro que un libro de nácar titulado "El día más feliz de mi vida" no era lo que yo entendía por muchos regalos. De resultas de esa traumática experiencia desarrollé un odio desaforado por todo lo relacionado con la religión, los libros de nácar y mi mamá. Si bien el odio por mi mamá lo desarrollé en una complicada psicopatía con mezcla de neurosis, psicosis, depresión, esquizofrenia y afición/odio a los toros. A veces odiaba a mi madre, a veces me odiaba a mi mismo, a veces odiaba a Manolete y a veces odiaba a Islero.
Cuando cumplí quince años, maté a mi psicólogo. Hice que pareciera un accidente, claro. No le gustaban los toros. A mi tampoco. Bueno, a veces sí. A veces sí me gustaban. Otras veces me gustaban los toreros. Pero a mi psicoanalista no le gustaban ni los toros ni los toreros.
Pero yo creo que el momento crucial a partir del cual decidí que tenía que ser un malvado vocacional tuvo lugar cuando yo iba al instituto. Yo era un joven tímido, introvertido, granujiento y también algo sádico en la intimidad. Pero era un alumno aplicado y silencioso, así que el tutor de mi curso me encomendó la importantísima tarea de guardar el borrador todas las tardes, cuando terminaban las clases. Aquellos que no hayan cursado sus estudios de enseñanza media en el Sorolla se extrañarán de que un alumno tuviera que encargarse del recaudo de los borradores. Tendré que explicarles, pues, que era costumbre entre el alumnado más rebelde robar los borradores de las clases vecinas, como si se tratase de un botín de guerra. La gracia no estaba en llevarse los borradores a casa, sino en encontrar escondites lo suficientemente buenos como para conservar el material sin riesgo a perderlo. De todas formas, el instituto proporcionaba borradores extra cada final de mes, puesto que era muy complicado que el guardián del borrador conservase el suyo todo un mes. Habían expediciones de saqueo al terminar las clases y los bárbaros exhibían sin pudor sus trofeos cuando caía la tarde en los campos de deporte.
Pues bien, en todo el curso en el que me fue encomendada la sacrosanta misión de guardar el borrador de mi clase no sólo no se me robó ninguno, sino que, sin necesidad de participar en las expediciones de mis compañeros, llegué al final del curso con nueve borradores en mi depósito secreto. Eso es lo más cerca que estuve de la gloria en toda mi época de estudiante.
Pero todo se fue a la mierda cuando el último día antes de que se acabara el curso, fui sorprendido en la contemplación de mi tesoro por una horda de salvajes que me dejaron sin un solo borrador, además de enharinarme y tirarme cuatro o cinco globos llenos de agua. Ese desagradable incidente, unido a las palizas recibidas todos y cada uno de los días del curso escolar al salir de clase (incluido ese último día), fue la gota que colmó el vaso.
Decidí que el mundo no se merecía seguir existiendo.
Al día siguiente, al salir del empleo de dependiente que me consiguió mi mamá en la Pajarería El Mirlo Feliz de mi tía Paquita (empleo que ya nunca abandoné), empecé a hurdir los planes para destruir el mundo.
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