Salvador Barber se dejó barba desde bien jovencito. Pretendía estar preparado para cuando llegara el momento. Acudió a todo tipo de terapeutas, esteticistas y técnicos en la salud del cuero cabelludo. No, a él no le iban a pillar en bragas.
Todas las noches, antes de irse a acostar, se daba unas friegas y ponía sus barbas en remojo. Hombre precavido vale por dos, se decía.
Sin embargo, la ley de probabilidades, que es tan perra, quiso que Salvador fuese de las pocas personas que no llegase a ver jamás, en toda su vida, a ningún vecino al que le recortaran sus barbas.
Pobre Salvador. Para ese viaje, no eran necesarias tantas alforjas.
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