miércoles, 31 de diciembre de 2008

La Nochevieja de Superpoco

Mediahostia odiaba las Navidades. Si, habitualmente, estas fechas tan señaladas que la tinta de los calendarios está emborronada son bastante insufribles para la gente solitaria, para un pingüino de peluche, mucho más. Se da el caso de que al caminar por la calle, debía esquivar los manotazos de los críos, que lo creían el regalo que les traía el obeso del pelo blanco y el ridículo traje rojo.

Además, estaba un poco deprimido porque no tenía noticias de Superpoco. Desde que le había hecho el ofrecimiento de apuntarse a la Escuela para SuperHéroes ChurreríaElCanutoSusChurrosEnUnMinuto, su amigo no había vuelto a dar señales de vida. Bueno, practicaré yo solo, y si este no dice nada, me apuntaré a la escuela por mi cuenta y si te he visto, no me acuerdo, se dijo el pingüino en euskera de Barakaldo, mientras cogía un par de botellas de butano.

A todo esto, de momento no tenía noticias de su empresa. El rumoreado ERE de momento no se había materializado en noticias reales. La vida podía ser una verdadera mierda, sobre todo en Navidades.

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Superpoco, por su parte, disfrutaba como un enano de estas fiestas. Y eso que sus problemas de movilidad (sus pies aún estaban unidos a una plataforma de cemento armado hasta los dientes) le procuraban problemas a la hora de coger caramelos en las cabalgatas que presenciaba. De todas formas, se aprovechaba de sus superpoderes para conseguir las golosinas que iban dirigidas a los niños, sobre todo de la supermirada de intensidad insoportable que como no me hagas caso te destruiré en menos de un microsegundo. Los niños no podían soportarla y, en lugar de entrar en contienda, lloraban desconsoladamente cuando la recibían, de modo que Superpoco tenía problemas con los airados padres y las histéricas madres.

Aparte de ir a cabalgatas, a Superpoco le gustaban las Navidades porque se podía poner todo tipo de adminículos que le encantaban: cuernos de reno rojos, gorros de Papa Noel, gafas con linternas láser, coronas de Burger King, manos gigantes... todo un mundo de diversión.

At last but not least, Superpoco disfrutaba de las Navidades porque se podía poner ciego. A Superpoco le encantaba tirarle a los palomos, churrarse, ponerse hasta el culo de cervezas, ron y cava... Se lo pasaba bomba yendo a los supermercados y tomando todo el jamón y el cava de degustación que le ofrecían. Turrón no cogía, que le daba gases.

Sin saber como, había llegado la Nochevieja y Superpoco estaba en un bar de mala muerte donde al son de las doce campanas nuestro colchonero amigo trasegaba indistintamente chupitos de ron, de tequila y de baileys. Ignota mezcla, que produzco reacciones insospechadas en el estómago del peluche que sólo quería ser tu amigo. De repente, Superpoco empezó a sentirse mal. Y profirió su temible: ¡Jolines!, que tuvo como efecto secundario indeseado que irrumpiera un vortex procedente de Casiopea (vino en metro) y se llevara por delante a todos los parroquianos del bar (que un día de estos aparecerán en la isla de Lost).

Horas más tarde, cuando ya había amanecido, a Superpoco le sobrevino la fase de melancolía que toda borrachera trae tarde o temprano, y como quiera que por aquel entonces pasaba junto al Manzanares, cerca de donde en su día conociera a Mediahostia, unas gruesas lágrimas cayeron de sus ojos de tela. En ese momento decidió llamar a Mediahostia y decir simplemente: Acepto.

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