De las profundidades submarinas, de las más oscuras criptas, de las más recónditas grutas, de los universos más lejanos... regresa Ínfulas, cual Ave Fénix, dispuesta a narrar las aventuras más increíbles y a repetir tantas veces como sea necesario la excusa arquetípica de que "el perro se ha comido los deberes" cuando se nos pregunte dónde hemos estado todo este tiempo. Si a algunos partidos políticos les funciona, por qué a un humilde blog que ya no vive el mejor de sus tiempos no le va a servir.
Mientras tanto, no obstante, vamos a indagar y compartir conocimientos con nuestros amables y pacientes lectores (aunque puede que el plural sea demasiado aventurado), sobre una de las cosas que siempre han fascinado a los redactores de este cuaderno de bitácora del siglo XXI: el origen de las expresiones.
La que hoy nos ocupa hará las delicias de los odontólogos, dentistas, sacamuelas, ortodoncios y otros profesionales del mundo del piño. Se trata, ni más ni menos, de la expresión "a regañadientes".
Se usa esta expresión, como sin duda sabrán todos los circunstantes, para referirse al modo de aceptar una sugerencia, petición o exigencia sin estar del todo convencido que lo que se nos pide sea lo mejor o más rentable para nosotros mismos.
Ínfulas se ha sumergido en las procelosas aguas de los océanos de la red de redes y hete aquí que no hemos encontrado nada que sirva mínimamente para explicar el origen de esta expresión.
Es por ello que, como suele suceder en estos casos, nos hemos decantado por inventarnos el origen de la expresión (como, seamos sinceros, hemos hecho siempre).
Corría el siglo XVI en la estepa castellana cuando los barberos usaban la bacía y la navaja para muchas otras cosas además de rasurar mentones. Y aconteció que llegó el momento en que a las múltiples atribuciones de los profesionales de la barba se le sumó el sacar muelas, colmillos, dientes o premolares.
Claro, los clientes no estaban muy convencidos del servicio. Eso es algo que sigue ocurriendo hoy en día con los sucesores de aquellos barberos pioneros.
De tal suerte (o desgracia) que quien acudía al barbero aquejado de un dolor de muelas, por muy resignado que estuviera, nunca estaba persuadadido del todo y, por lo tanto, cuando el barbero (que nunca fue tonto) pedía la moneda por anticipado, el cliente-paciente la soltaba regañando por entre los dientes, a partes iguales por el dolor que siempre supone deshacerse de una fracción de la hacienda propia (por ínfima que sea dicha fracción), el dolor de muelas que traía de casa y el dolor que suponía iba a ser provocado por las tenazas del fígaro en cuestión.
Y así ha quedado esta expresión hasta nuestros días.