sábado, 11 de febrero de 2017
sábado, 4 de febrero de 2017
Cierre despacio
Inquietante texto en la puerta de un taxi.
Uno no sabe a qué se compromete cuando accede a uno de estos vehículos de transporte público. En el fondo es como firmar un contrato. Y ya se sabe que los contratos están para cumplirlos.
Ese día no había sido especialmente bueno para Torcuato. Había tenido que dejar su coche en el taller y el comentario y la mirada del mecánico le habían hecho sospechar que no iba a ser una reparación barata. Había perdido el metro y había llegado tarde a la oficina, donde tenía una reunión muy importante con su jefe y unos posibles clientes. La reunión, por decirlo de manera suave, no había ido demasiado bien. Los posibles clientes habían dejado de serlo al final de la reunión: posibles y clientes. El resto del día no había transcurrido mucho mejor. Se había quemado los labios con un café demasiado caliente y, como directa consecuencia de ello, se había manchado la camisa. No había conseguido quitar la mancha tras pasar unos momentos interminables en el lavabo y, al volver a su mesa, su compañero le había dicho que tenía una llamada de Diego Morales, de Recursos Humanos. Cuando estaba marcando el número de la extensión de ese compañero, sonó su móvil: era la encargada de la guardería de su hija, que se había puesto malita y tenía que ir a recogerla, porque estaba vomitando encima de todos los demás niños.
Así que dejó su oficina y nada más salir a la calle paró un taxi, y tras entrar en él, le dio al taxista la dirección de la guardería. El taxista le lanzó unas cuantas miradas inquietantes a través del retrovisor, pero, por primera vez en lo que llevaba de día, Torcuato se consideró afortunado, pues al parecer era del tipo de los taxistas silenciosos.
El taxi llegó a su destino. Torcuato pagó la carrera y salió sin prestar atención al texto que figuraba en la parte exterior de la puerta trasera: Cierre despacio. Aquello fue lo último que hizo aquel día. Aquello fue lo último que hizo aquel y cualquier otro día.
Un contrato es un contrato.
Uno no sabe a qué se compromete cuando accede a uno de estos vehículos de transporte público. En el fondo es como firmar un contrato. Y ya se sabe que los contratos están para cumplirlos.
Ese día no había sido especialmente bueno para Torcuato. Había tenido que dejar su coche en el taller y el comentario y la mirada del mecánico le habían hecho sospechar que no iba a ser una reparación barata. Había perdido el metro y había llegado tarde a la oficina, donde tenía una reunión muy importante con su jefe y unos posibles clientes. La reunión, por decirlo de manera suave, no había ido demasiado bien. Los posibles clientes habían dejado de serlo al final de la reunión: posibles y clientes. El resto del día no había transcurrido mucho mejor. Se había quemado los labios con un café demasiado caliente y, como directa consecuencia de ello, se había manchado la camisa. No había conseguido quitar la mancha tras pasar unos momentos interminables en el lavabo y, al volver a su mesa, su compañero le había dicho que tenía una llamada de Diego Morales, de Recursos Humanos. Cuando estaba marcando el número de la extensión de ese compañero, sonó su móvil: era la encargada de la guardería de su hija, que se había puesto malita y tenía que ir a recogerla, porque estaba vomitando encima de todos los demás niños.
Así que dejó su oficina y nada más salir a la calle paró un taxi, y tras entrar en él, le dio al taxista la dirección de la guardería. El taxista le lanzó unas cuantas miradas inquietantes a través del retrovisor, pero, por primera vez en lo que llevaba de día, Torcuato se consideró afortunado, pues al parecer era del tipo de los taxistas silenciosos.
El taxi llegó a su destino. Torcuato pagó la carrera y salió sin prestar atención al texto que figuraba en la parte exterior de la puerta trasera: Cierre despacio. Aquello fue lo último que hizo aquel día. Aquello fue lo último que hizo aquel y cualquier otro día.
Un contrato es un contrato.
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