Llegó por la mañana al vestíbulo del edificio de oficinas donde trabajaba.
Le esperaba un día duro: tenía tres o cuatro reuniones que preveía problamáticas, además de tener que hablar con su jefe de un asunto espinoso.
Se quitó del ojo izquierdo un resto de legaña que había resistido al desganado lavado de cara que constituía su principal actividad higiénica matinal.
Esperó pacientemente a que los ascensores engulleran al personal que se acumulaba cada mañana en el vestíbulo.
Llegó el momento en que él era el único que esperaba.
Entró en el ascensor y, por descuido, pulsó el botón del 0 en lugar del 7 que era su verdadero destino. No se dio cuenta del error y las puertas se cerraron.
Cuando se volvieron a abrir eran las seis de la tarde. Hacía sol en la calle.
Había sido un buen día.