sábado, 25 de marzo de 2017

La broma infinita, de David Foster Wallace

Green y Mildred Bonk y la otra pareja con quienes habían compartido un tráiler con T. Doocy pasaron por una etapa en que se colaban en distintas fiestas universitarias y se mezclaban con los estudiantes de clase alta, y una vez, en febrero, Green se encontró en una residencia de la Universidad de Harvard donde tenía lugar una fiesta de ambiente playero y había todo un cargamento de arena en el suelo y todo el mundo llevaba collares de flores y la piel bronceada con cremas o gracias a visitas a los salones de rayos UVA, todos rubios con camisas floreadas por fuera de los pantalones y andando con aire de noblesse oblige y bebiendo copas con sombrillitas o vestidos con Speedos sin camisa y sin un solo jodido grano en la espalda y simulando hacer surf en una tabla de surfing que alguien había clavado a una ola con cresta hecha de papel maché azul y blanco con un motor dentro que hacía ondular la supuesta ola, y todas las chicas con faldas de hierba contoneándose por la habitación tratando de bailar el hula de un modo parecido al shimmy que mostraba las cicatrices de LipoVac en sus muslos a través de la hierba de sus faldas; y Mildred Bonk se hizo con una falda de hierba y un top de biquini de un montón junto a los surtidores de cerveza, y aunque ya casi estaba en su séptimo mes de embarazo entró contoneándose y reverberando en la corriente central de la diversión, pero Bruce Green se sentía mal y fuera de lugar con su chaqueta de cuero barata y el corte de pelo que se había anaranjado con gasolina en una laguna alcohólica y el parche de CÓMETE A LOS RICOS que perversamente había permitido que Mildred Bonk cosiese en la entrepierna de sus pantalones policiales, y entonces finalmente la gente se hartó del tema de Hawai Cinco-0 y empezaron con el CD de Don Ho y los Sol Hoopi, y Green se sentía tan incómodamente fascinado y repugnado y paralizado por las tonadas polinesias que puso su silla justo delante del barril y le dio tanto al surtidor del barril y se bebió tantos vasos de plástico llenos de espuma que se puso borracho perdido y le falló el esfínter, y no solo se meó sino que se cagó literalmente en los pantalones por segunda única vez en su vida y primerísima vez en público, y resultó mortificado con una vergüenza de complejas capas y se tuvo que ir con urgencia al lavabo, se quitó los pantalones y se lavó como un puto niñato teniendo que cerrar un ojo para asegurarse de que limpiaba al «yo» correcto de los dos que veía, y entonces sus pantalones de policía quedaron inservibles y él tuvo que abrir la puerta y con un brazo tatuado enterrar el pantalón en la arena de la sala como si fuese un pequeño váter para gatos, y luego, claro, qué demonios se ponía si quería volver a salir del baño o del apartamento universitario o volver a casa, de modo que tuvo que volver a cerrar un ojo y estirar el brazo para llegar a la pila de faldas de hierba y tops de biquini y coger una falda, ponérsela y salir del apartamento hawaiano por la puerta de servicio sin que nadie lo viera y luego tomar la Red Line y luego la Green Line y luego un autobús haciendo todo aquel trayecto en febrero con la barata chaqueta de cuero, las botas de empleado de carreteras y una falda de hierba cuya hierba se movía del modo más siniestro, y se pasó los siguientes tres días sin abandonar el tráiler en el Spur con una depresión paralizante de desconocida etiología, echado en el sofá lleno de manchas costrosas de Tommy D. bebiendo Southern Comfort directamente de la botella y contemplando las serpientes de Doocy, que no se movieron en su tanque ni una sola vez en tres días, y Mildred Bonk se estuvo cagando en sus muertos durante dos días por haberse sentado antisocialmente al lado del barril y luego haberse ido y haberla abandonado en su séptimo mes de embarazo en una habitación arenosa llena de rubias bronceadamente anómicas que decían cosas sutilmente maliciosas sobre sus tatuajes y esos chicos espantosos que hablaban sin mover la mandíbula y le preguntaban cosas como dónde «veraneaba» y le ofrecían consejos para comprar fondos de inversión y la invitaban al primer piso a ver sus grabados de Durero y decían que las chicas con sobrepeso les parecían terriblemente atractivas por su desafío a las normas estéticoculturales, y Bruce Green allí echado con la cabeza llena de Hoopi y penas sin resolver y sin pronunciar palabras ni elaborar una sola idea durante tres días, y había escondido bajo el volante del sofá la falda de paja que luego haría trizas en la bañera para redondear un cargamento de marihuana hidropónica de Doocy.